miércoles, 11 de abril de 2012

III ENCUENTRO INTERNACIONAL "Silos Literario 2012"

Estimados amigos: Del 30 de marzo al 1 de abril de este año, se celebró en Santo Domingo de Silos el "III Encuentro Internacional "Silos Literario 2012" bajo el epígrafe "Los grandes temas de la literatura y de la vida: el amor, el viaje y la muerte". Organizaron el Encuentro el Pen Club de España, el Ayuntamiento  Silos y el Monasterio de Silos, en colaboración con el Centro de Iniciativas Turísticas de Santo Domingo de Silos, Edypro Pigmalión y Sial Ediciones.
Reproduzco a continuación el programa del mismo y el texto de mi intervención el 30 de marzo en la
primera de las Mesas Redondas.


Buenas tardes, queridos colegas y amigos. Fue como un juego el otro día, cuando se me propuso participar en esta Mesa con el título de “Los grandes temas de la literatura: el viaje, el amor y la muerte”, abrir el primer libro que tenía a mano, que a la sazón estaba leyendo y que resultó ser la tragedia de Racine “Berenice”, y encontrarme con el siguiente verso de Antíoco, rey de Comagena: “HOY EL VIAJE ALIVIA MI DOLOR”. Como podéis suponer, sonreí complacido. Decidiendo hacer una segunda prueba, volví a abrir el libro al azar y leí esta vez: “El alma se ilusiona sin pensar si al amor que la estremece responde el corazón que la enamora”. Envalentonado ya, abrí el volumen una vez más, y me encontré con que la propia Berenice me hablaba de esta guisa: “De esta mi muerte a que el amor me lleva, etc, etc…”
Así que con solo estirar el brazo descubría reunidos en una sola obra, por lo demás breve, los tres grandes temas de la Literatura. Por lo que respecta al viaje, primera de las patas de este trípode sobre el que apoyar nuestro objetivo, sabemos que este es tan diverso en sus destinos y en sus medios de transporte que sería prolijo enumerarlos todos, por no decir imposible. Puede ser al centro de la Tierra, a la Luna, o realizarse a bordo de una alfombra voladora, incluso podría ser “a ninguna parte”. Eduardo Punset lo haría al poder de la mente, al optimismo, a la felicidad e incluso al amor. Y si “viajamos al amor”, en solo tres palabras reuniríamos dos de los temas propuestos; pero es que son ideas éstas con campos gravitatorios fuertes y a la menor oportunidad se abrazan como los aros de un prestidigitador. Y si nos descuidamos mínimamente enseguida tendríamos a los tres temas en un solo título, íntimamente entrelazados, como en el caso del “Paseo por el amor y la muerte” de Hans Koning. 
Así que a la vista de todo ello, estimulado por tan vasto territorio por el que poner a galopar mi memoria, decidí abrir mi corazón a la inmensidad del pasado con el propósito de rebuscar en mis escritos, de los primeros a los últimos, y ver si al abrirlos como el libro de Berenice, también al azar, me hallaba con la sorpresa de que en mis palabras, en mis historias, habían anidado también, como inquietos polluelos y salvando las distancias, los temas del viaje, el amor y la muerte, aunque fuera por separado. Pulsé por lo tanto el botón de la máquina del tiempo, y de pronto me vi con diez años de edad en un internado de ambiente monástico, paseando por las frías galerías en torno a los patios de arcos y fuentes de piedra. Pues bien, mis primeras palabras me las inspiraron aquellas fuentes sobre las que yo concentraba mi mirada meditabunda. Eran palabras en las que predominaba la nostalgia, por lo que puedo decir que empecé a escribir con la ventaja de la tristeza.
Más tarde, a los 19 años, publiqué mi primer cuento. Era un cuento de amor y muerte en que una niña se lamentaba de que ya no podría ver actuar en el circo esas Navidades a su payaso preferido, porque había muerto hacía poco. De ella decía el narrador en un momento dado que: “Antes, en su infancia, no podía refugiarse en la nostalgia de un pasado, porque no es posible nadar en una charca sin agua”. Yo siempre he visto en esta frase mi primera intuición de la importancia del paso de los años en el escritor, entre otros requisitos necesarios para su oficio, pues parece claro que salvo raras excepciones, la memoria mejora la Literatura, y la memoria solo se adquiere en el transcurso del viaje a Ítaca permanente que es la vida, en la odisea particular de cada uno.
 Poco después vino el amor, mejor dicho la decepción del amor, o mejor aún el descubrimiento de la cruda verdad de que el amor no tenía por qué ser correspondido. Aunque yo ya conocía el pasaje de la pastora Marcela del Quijote, solo pude apreciarlo en todo su rigor cuando tuve mi propia experiencia. A partir de ese punto de inflexión, di en vivir el amor con un evidente escepticismo, al tiempo que mi escritura se atrincheraba en el desenfado lingüístico, el humor negro y la ironía. A pesar de lo cual aún debí sufrir mucho por amor, durante mucho tiempo y mucho más amargamente. En resumidas cuentas, entre unas cosas y otras y apoyado por la artillería pesada de nuevas e imparables vivencias, cada vez me fui internando más por el camino sin retorno de la mordacidad, desde luego en las historias de amor que escribí a partir de entonces. Incluso a la última de ellas la he titulado, al pie de la letra, “Te amo con locura”. En mi primer libro editado, “Cuentos estructurados”, había una que se llamaba “Referencia” y que presentaba a la relación de pareja como un entendimiento imposible entre máscaras, y otra cuyo título: “Reinvención del corazón y la flecha” ya lo decía todo.
Aparte de estos cuentos escribí un largo texto en que la peripecia del protagonista se desarrolla sobre un fondo de desamor. Un libro caleidoscópico y poliédrico que ofrece por una parte intensas y dolorosas rebanadas de amor y, por otra, fragmentos de intensa ironía e incredulidad. El personaje principal, convertido en antihéroe a su pesar, camina desorientado por la ciudad en un largo viaje por las fronteras del alma siempre con la amenaza de la muerte planeando sobre su cabeza como un zopilote. Así que también hay aquí viaje, amor y muerte. Como le sucedía a Philip, el personaje principal de “Servidumbre humana”, la inolvidable novela de Somerset Maugham, también el de mi relato arrastra por la calle fantasmagórica las cadenas mentales con las que el destino le ha amarrado a cierta mujer que tan solo se adivina en el discurso narrativo como telón de fondo. Me estoy refiriendo en estas líneas, siempre, por supuesto, al hablar del amor, al “amor amoroso”, al amor de esos amorosos locos, sin Dios y sin diablo de que habla Jaime Sabines en su poema “Los amorosos”. En fin, el amor es tantas cosas. Para Jaime Sabines era el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable. Para una mujer que conocí de Costa de Marfil, que se quejaba amargamente ante su hermano de que su marido no la quería porque, pudiendo hacerlo, no tomaba otra mujer más para que así se ayudasen entre las dos y pudieran soportar la carga del esposo común, me temo que era algo muy distinto.
En cuanto al viaje, siempre les ha encantado viajar a los personajes que hasta el momento he creado, quizá porque, como en Berenice, les alivie el dolor; y por lo que se refiere a la muerte, también toma ésta posesión de bastantes de ellos, véanse en mi último libro de relatos “Así me pierdo en las ciudades”, publicado por Pigmalión, los casos de Darío Fu, del pirata felizbustero, de La Causa; o de Suso el Chapas, en que se los lleva sin contemplaciones. Y en Historia contada en una taberna y El palacio encantado la historia nos conduce incluso más allá de la muerte, pues hacen su entrada en escena varios fantasmas, uno muy divertido y el otro muy serio.
Pero volviendo al tema del viaje, éste siempre me ha fascinado por sus posibilidades de aprendizaje. Aprende el personaje, ese ser inmaterial dotado de existencia propia; aprende el escritor y aprende el lector. Los viajes nos enriquecen. Las grandes rutas, sean las de la Seda o El Camino de Santiago, siempre han producido grandes intercambios y abierto otras rutas en el cerebro de sus caminantes, nuevas sinapsis. No en vano hay también una nutridísima literatura específica de viajes, en la que tantos escritores se han especializado.
No obstante esto, en un  artículo titulado “Viajar sin objeto”, publicado el 2 de diciembre de 1790 en “El Diario de las Musas”, se afirmaba que “Sólo deben viajar los que tengan bastante poder sobre sí mismos para escuchar las lecciones del error, sin dejarse seducir, y ver el ejemplo del vicio sin dejarse arrebatar, y que se podían deducir tres reglas en orden a los viajes: Que ningún niño viaje. Que ningún necio viaje. Que ningún hombre por sabio que sea, viaje sin estar antes bastantemente instruido”.
Bueno, que cada cual piense lo que quiera, pero yo animaría aun al necio a viajar, pues es posible que sin querer alivie algo su dolorosa necedad; y si de todas formas decide instruirse antes con la lectura de algún libro preparatorio de su viaje, mejor que mejor. Porque leer es también y siempre viajar, además de un acto de amor a las palabras y una pequeña muerte, una “petit mort” de felicidad. 
Muchas gracias por vuestra atención.

Ramón Jiménez Pérez, Santo Domingo de Silos, 30 de marzo de 2012 

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