Estimados seguidores de mi blog, reproduzco a continuación el artículo que escribí de homenaje al gran autor español de origami Ángel Écija, y que se publicó en el boletín extra de la Asociación Española de Papiroflexia correspondiente a agosto de 2010. Acompañaban al texto varias fotos que yo me mismo hice a Ángel en su casa, pero que por problemas técnicos no me es posible subir ahora al blog. Lo haré en cuanto pueda. Gracias por vuestra paciencia.
ÁNGEL ÉCIJA BLANCO. EL GENIO TRANQUILO
El nombre de Ángel Écija evoca en mí los primeros años de y en la Asociación Española de Papiroflexia, unos años que me gusta definir como “heroicos”. Nuestra Asociación, que había echado a andar definitivamente en marzo de 1982, aún contaba con pocos socios, la mayoría varones. Tenía mérito en aquellos ya lejanos tiempos apuntarse a un club de estas características, había que tener verdadera vocación por el plegado del papel, ni siquiera –o apenas- se pronunciaba la palabra “origami”, actualmente en boga. En aquellos años –no sé si felices, pero sí llenos de promesas- todo era papiroflexia, y en ese contexto, una vez incorporados los españoles plenamente a la imparable corriente mundial de la creación en este arte de las manos y de la cabeza lleno de belleza, emerge la figura de Ángel Écija Blanco. Se había asociado a la AEP a mediados de los ochenta, decidido a participar junto a los demás conocedores del plegado del papel, fueran los antiguos y venerables miembros poseedores de la sabiduría ancestral, o los nuevos talentos como él, en el esfuerzo común de un arte relativamente joven. Dispuesto a aportar toda su capacidad intelectual así como su entusiasmo a las inmensas posibilidades que este territorio ofrecía para la creación, a aceptar con plena normalidad cualquier reto, a recoger cualquier guante papirofléctico que quisiera lanzársele.
Era una época todavía complicada para los artistas del papel. De entrada, las obras disponibles sobre el plegado del mismo en las librerías eran escasas, por no hablar de las dificultades para hallar los papeles más adecuados para la realización de los diferentes modelos. Además se recurría, con más frecuencia de la deseable, al corte en la ejecución de muchas figuras. Sabíamos sin embargo ya, por los buenos libros y demás publicaciones que poco a poco empezaban a circular, que ante una dificultad sobrevenida en la consecución de una figura un buen autor no debía cortar, ni emplear otras astucias proscritas por el sentir común de todos los implicados en la búsqueda de la excelencia en este arte. Tampoco contábamos con la formidable arma de internet. Actualmente la comunicación es rápida y sencilla, y se encuentran más libros y papeles de los que se puedan estudiar y plegar en toda una vida, pero antes, como digo –y no hace de esto tantos años- hacerse con un poco de material convincente era casi una heroicidad. En ese contexto se desenvolvió hasta madurar, como otros compañeros de su lote, Ángel Écija Blanco. Este es, precisamente, uno de los méritos de su carrera artística, es decir el de haber tenido que crecer en un campo menos abonado que en la actualidad. Esta dificultad presentaba, sin embargo, una ventaja, que se mantiene hoy en día pues es una de las cualidades intrínsecas de la papiroflexia. Me refiero a esa inmediatez característica de ella, a esa facilidad de poder ser practicada por cualquiera, antes y ahora, con un simple papel. De modo que de entrada brinda a todos los interesados en la misma una puerta excepcionalmente accesible, por lo económico y la abundancia de su soporte material. Esto lo explica de forma gráfica el propio Ángel Écija cuando cuenta que un amigo suyo, escritor, afirmaba que no le importaría demasiado que le encerraran en la cárcel siempre que le permitieran tener consigo papel y lápiz, al que replicó sin dudarlo que a él le sobraba una de esas dos cosas, pues le bastaba para ser feliz un trozo de papel.
Sí, basta un pedazo de papel para demostrarle al resto de las artes, a las que a menudo se acusa de haber agotado sus propuestas, que esto desde luego no es así en el mundo de la papiroflexia, del origami. Cada día se alcanzan nuevas cotas para este arte de paz y lenguaje universal, joven si se lo compara con otras, gracias al empuje constante de los nuevos valores que surgen por doquier, uno de los cuales fue, y lo sigue siendo, en España, Ángel Écija. Pero vayamos por partes…
Ángel Écija Blanco (Sacedón, Guadalajara, 1951) recuerda haber plegado sus primeras figuras en la escuela del pueblo, aunque quizá la pajarita -nuestra figura emblemática- , dice, la hiciera por primera vez con su hermana, algo mayor que él. También su tío Isidro, cuya precisa manera de doblar las cartas para ajustarlas a los sobres en que las enviaba por correo le llamaba tanto la atención, influyó decisivamente en su temprano amor al plegado del papel, que ya no le abandonaría.
Esta faceta de asombro infantil ha sido siempre fundamental en su actitud ante este arte. Él mismo lo confirma, cuando con su habitual parsimonia habla de la importancia que otorga al juego en la creación de sus modelos, tanto a la hora de enfrentarse al papel “en blanco” como en el resultado final lúdico que busca en los mismos. Por ello, junto a la belleza intrínseca o al valor ornamental de las figuras que puedan obtenerse plegando papel, a él le agrada añadir alguna utilidad, ya sea la del juguete infantil u otras en general. Así, jugando con el papel y buscando figuras fáciles y divertidas para los niños, a los que invariablemente fascina el movimiento, inventó su cometa, su ballesta, su catapulta, su perinola, su molinete…La ballesta la logró después de derivar el camino por el que pretendía crear un arco con flechas hacia este otro sistema de disparo más sofisticado, más original. Aún hoy, a tanta distancia de su creación, su ingenioso mecanismo le sigue entusiasmando. Ocurre, con las buenas obras de arte, que el tiempo acaba por darles el espaldarazo definitivo. En la literatura, en la pintura, etcétera, las de calidad perduran; y en el caso de Ángel sus figuras continúan ganándole la batalla al tiempo cada día: las hemos visto aparecer a lo largo de los años, ganándose el favor de la crítica, la de los libros y revistas especializadas que las han publicado y que continúan reproduciéndolas, así como la de los compañeros.
Y si bien Ángel Écija se dio a conocer al gran público de la papiroflexia/origami en los primeros años de la década de los noventa por una figura en concreto, el “pito que pita”, su reto creador ya había tomado impulso mucho antes, cuando un compañero de trabajo le mostró una figura de papel que desconocía que le intrigó, abriéndole los ojos a las enormes dimensiones de un arte a cuyo engrandecimiento podía contribuir también él. El hecho de integrarse, hacia mediados de la década de los 80 (con el nº 231), en la Asociación Española de Papiroflexia recientemente constituida, fue determinante. En ella encontró el calor de los socios compañeros, que le animaron, ofreciéndole la amistad de sus reuniones y de todos los medios a su alcance a fin de favorecer sus inquietudes creadoras. Entonces, equipado con todo lo necesario ya para su andadura, quemó sus naves y se adentró de manera irreversible en el mundo que más le gustaba.
Son pocas las fotos que conservamos de él de esa época, como de otras. Se le reconoce a veces, entre los demás, medio enmascarado detrás del bigote. Por supuesto que es fotogénico, de hecho podemos apreciar en las que se publican aquí, en este número especial en su honor, un aire a Omar Sharif. Pero es que Ángel nunca ha buscado la foto. Y en las pocas en que le vemos suele aparecer observando, aprendiendo, siempre prudente y respetuoso de sus “mayores” en este arte, siempre circunspecto. Porque Ángel representa, desde mi punto de vista de amigo, y apuesto a que también desde la más pura objetividad, la encarnación de la discreción, el ejemplo del buen compañero sumador de fuerzas y de conocimientos, aportador de soluciones, un trabajador en equipo ideal. Pues a la soledad necesaria del que se recluye en un trozo de papel, a gusto porque experimenta de paso la indescriptible satisfacción de la creación, como Ángel confiesa que le acontece, hay que agregar lo mucho que también le complace arrancar el motor de la imaginación a partir del debate con sus colegas. Y esta es la esencia del compartir, el “partir con”. Es en esas conversaciones constructivas, cuando Ángel activa más que nunca sus capacidades intelectivas en la resolución de los problemas propuestos, sus energías se avivan al máximo en pos de esa “mariposa” que es cada nuevo modelo, un ejemplar nuevo y único cuya captura sabe a verdadera “caza mayor”, por pequeña que sea la pieza obtenida, tan delicada, tan frágil, tan fascinante sobre la palma de la mano como un polluelo recién salido del cascarón. El placer de la creación se experimenta sobre todo, más que en el llegar a la meta, en el propio camino, en la aventura inefable de su recorrido, ya que toda verdadera creación, y así ocurre en el caso de Ángel, es un verdadero “Viaje a Ítaca”.
De modo que es este placer intelectual el que le mantiene ahí, al pie del cañón papirofléctico, quizá no sea una casualidad que una de sus primeras figuras fuera un cañón, como si con él abriera el fuego en el que prendió la llama de su espíritu creativo. A partir de ese momento no ha cesado de arder Ángel Écija en busca de nuevas simetrías y geometrías, siempre impulsando los engranajes de sus ruedecillas pensadoras bajo su aspecto tranquilo, conciliador y amable, un carácter que le ha permitido presentar en público cualquiera de sus geniales invenciones sin darle apenas importancia. Como sucede con los grandes autores literarios, que cuanto más grandes son menos se nota su presencia en sus libros, así ocurre con Ángel, y es que su obra brilla por sí misma. Sus figuras, sus modelos, al igual que los buenos personajes literarios, tienen existencia propia, una autonomía que les permite llegar a cualquier parte mientras su autor, Ángel, se dispone a andar nuevos caminos con destino a otras creaciones. Por eso es tan difícil encontrar fotos suyas. En una de grupo, perteneciente a la II Convención Internacional Española de Papiroflexia, celebrada en septiembre de 1997 en Zaragoza, al fin le localicé bajo una flecha como tocado por el dedo del duende del origami, que ya le había elevado a la fama internacional con la creación de su silbato, un “pito que pitaba”, y que continúa pitando. Ya se andaba secreteando sobre la posibilidad de lograr un modelo así desde hacía años, ya se soñaba por algunos con el hallazgo de una figura que prometía ser rompedora (al menos del silencio) por su dificultad y novedad. Quizá fueran esas ilusiones las que le impulsaran a él a probar suerte, a aceptar ese reto, cual caballero andante que se enfrenta a la prueba de la espada clavada en la piedra y que sólo el elegido será capaz de extraer. Apeló entonces a su sentido juguetón de la papiroflexia, a su instinto mágico-infantil. Como había fabricado una vez un silbato de dos piezas, que pitaba, con flejes de embalaje, se inspiró en él para realizar de una sola pieza con cartulina el que sería su primer “pito que pita”, el que presentó a sus compañeros en 1990. Y digo su “primer” porque poco después hizo una leve mejora del mismo, más que nada estética, al trabarlo en los laterales según reclamaban algunos de los usuarios de esta figura, si bien este detalle era irrelevante a los sorprendentes efectos prácticos de su sonido. Esta figura se popularizó rápidamente, publicándose en seguida en los libros y revistas del gremio. En España en el número extraordinario de “Pajarita” correspondiente a ese mismo año de 1990, el boletín de la AEP, que recogería más adelante la versión trabada a plegar en papeles adecuados. También resonó este pito en el extranjero, siendo Japón uno de los primeros países en difundirlo. El eco fue tan grande que tal vez esté retumbando en estos mismos momentos en algún nuevo medio de comunicación.
Un “pito que pita” que me da la señal, ahora, para recorrer la recta final de esta semblanza de Ángel Écija. Dejando a otros la relación completa de sus creaciones publicadas, que seguramente han inventariado minuciosamente con verdadero celo profesional, propongo aquí unas últimas reflexiones, sin que esto signifique que con ellas agoto mi elogio del homenajeado, cuyos méritos exceden con mucho el siempre reducido espacio reservado en una revista. Si hacemos un rápido repaso de sus modelos, se percibe en seguida su faceta de creador transversal, y así ha logrado en su silbato el sonido, un sonido coherente con el objeto –de papel- que lo produce, reconocible a simple “oído”. Ha logrado, por otra parte, el movimiento en las figuras, ya mencionadas anteriormente, del molinete, el anemómetro, la perinola, la ballesta o la catapulta. (Y dejo que los expertos decidan si su cometa es una figura de movimiento o de mucho movimiento). Transversal también por los materiales que emplea, desde el papel entelado que llegó a preparar en los viejos tiempos a fin de conseguir los colores vistosos que no encontraba en los papeles disponibles en el mercado, al plástico, como el que recomienda para plegar su ballesta a fin de aprovechar la elasticidad del mismo y fortalecer el disparo; o el que utiliza en su modelo de cortadora de papel o abrecartas, al que ha añadido una pequeña cuchilla metálica. Transversal, asimismo, porque al lado de figuras sencillas –como su querido taburete- presenta figuras complejas, junto a modelos puramente ornamentales otros netamente utilitarios, como su apreciado monedero, recientemente publicado a instancias de sus admiradores. Figuras de una pieza o compuestas a base de módulos. Que sea el temperamento de cada cual el que clasifique las obras de Ángel. A mí me basta con haberle captado, en una de las fotos, posando con ese espléndido rompecabezas de módulos que guarda en su recámara de modelos inéditos.
Así son los ángeles según los estudios de “angeología”, seres tan puros como prácticos. Y así es también el nuestro, Blanco como su apellido entre sus montones de papeles blancos, como se le ve en las otras fotos en que he podido atraparle, lo que no ha sido fácil. Ahí está, en su estudio de artista, en la leonera de su casa de Madrid, la ciudad en que reside, como un Leonardo da Vinci entre los planos de sus artilugios, como un alquimista entre sus pócimas. Tranquilo, sin prisa, apuntando con su flecha, con su cañón, con su ballesta y su catapulta a nuevos objetivos soñadores. Siempre dándose la salida, con su “pito que pita”, hacia nuevas metas.
Ramón Jiménez Pérez, de la AEP.
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