Estaban a la salida del aparcamiento, en la noche, expuestos a ser aplastados por las ruedas de cualquier vulgar coche, estas joyas de la naturaleza, estos ciervos volantes. Aunque parezcan iguales, son dos ejemplares distintos, tal vez macho y hembra, cortejándose con gran riesgo de sus vidas entre los orgullosos humanos.
Con cuidado, los recogí del suelo y los lancé, volando, hacia la espesura, donde les deseé que fueran felices y comieran, si no perdices, cualquier alimento que les prolongara su prodigiosa existencia.
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